Por Ricardo Hernández
La lengua y el habla son campos complementarios. La lengua, como se ha visto en clase, es un conjunto de signos, gestos, caracteres que utilizamos para transmitir una idea una vez que haya una convención de ellos en una determinada sociedad o comunidad. Acompañando a este término se encuentra, muchas veces, el dialecto, que no es más que una lengua en comparación a otra, utilizada por un menor número de personas en una misma región. La lengua, a diferencia del habla, se encuentra en un plano mental, abstracto, donde los futuros “usuarios” o “hablantes” la tienen presente y la concretiza en el acto físico de articular sonidos, gracias al aparato fonador. Estos signos convenidos producidos y llevados a la percepción auditiva se conocen como habla.
Por esto decimos que un fonema (imagen mental de un sonido) pertenece al plano de la lengua, y el sonido (la concreción del fonema) al plano del habla.
Ahora bien, son complementarios puesto que a la falta de uno el otro no tendría razón de ser. Es decir, el habla, sin ese sistema de signos convenidos sería nada más que ruido, sonidos articulados sin ningún sentido, sin ningún contenido qué transmitir. En cambio, la lengua no tendría carácter auditivo ni articulado (y mucho menos las ventajas que esta vía ofrece). A lo mejor sí, de forma escrita. Aunque de ser esto, el leguaje y la lengua probablemente no sería la misma que conocemos en la actualidad.
Yendo un poco más allá, hasta los orígenes del hombre, descubriremos que la lengua nace gracias al habla (aquí entraría la arbitrariedad del signo lingüístico). Cuando en un primer momento alguien designó la palabra “roca” a una sustancia mineral que por su extensión forma parte importante de la masa terrestre (DRA), guardó la imagen mental de ese sonido y registró ese objeto con ese nombre, popularizándolo.
De no haber sido por ese acto de emitir un sonido y asignarlo a un objeto (y difundir el significado) no se hubiera producido todo ese sistema de convenciones que guardamos en nuestra mente.
En ese tiempo el habla fue primero. Hoy, por la socialización del individuo, se podría pensar que es después, que hacemos uso de la lengua en nuestra mente y la manifestamos como hablantes; sin embargo, al enseñar hablar a los niños se comienza de la misma forma que el ejemplo anterior: conceptualizando y almacenando sonidos.
En lo cotidiano debemos estructurar mentalmente un discurso, seleccionar ideas, su orden, las palabras correctas en una ocasión determinada, seleccionar el tono a utilizar, pensando en la intención o el efecto que se desea alcanzar con las palabras. Todo esto en un plano mental, todo esto con ayuda de la lengua (ojo, que la lengua no sólo representa el sistema de signos o código, como propone Saussure, sino las intenciones, los modos de transmitir esas ideas).
En el siguiente diálogo se observa la cantidad de información, la situación, las motivaciones, las intenciones de los hablantes, incluso en los silencios:
MADRE-Carlitos, usted va a estar en casa a las nueve de la noche
CARLITOS-(no responde=silencio)
MADRE-¡Carlitos!
CARLITOS-¿si, mamá?
MADRE-Usted va a estar en casa a las nueve de la noche
No será lo mismo hablar con un viejo amigo que con un desconocido. No son las mismas intenciones, el mismo discurso, el mismo registro de palabras a utilizar en el acto del habla. Utilizamos un nivel del lenguaje distinto acorde al contexto, al rol, al tema que discutimos.
Otro punto interesante es la presencia del diálogo. Indispensable para poner en uso el habla. La mayoría de ocasiones hacemos uso del diálogo (oral) pues pedimos o damos información.
Las personas sordomudas emplean un sistema distinto para concretizar la lengua, gracias a señas, movimientos, palabras escritas (pueden leer los labios, leer libros etc.). Poseen el mismo sistema de signos, de caracteres, nada más que con la carencia de almacenar el sonido y articularlo.
Si se tratara de lengua y escritura en lugar de lengua y habla la comunicación humana actualmente sería mucho más complicada. No sería por el hecho de escribir, sino por el esfuerzo y tiempo que llevaría hacer eso. E, indudablemente, por los millones y millones de árboles más que se cortarían diariamente debido a la gran demanda que alcanzaría el papel.
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